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Es concepto muy divulgado y condicionante en los contextos pastorales. Alude a la trayectoria humana que desarrolla la intervención divina en medio de los hombres y que va desde la creación y la conservación a lo largo de los siglos.
Esa Historia tiene etapas: la constitución de un pueblo elegido, el Israel bíblico, la presencia de la Divina Providencia en las diversas etapas de ese pueblo, la culminación de la Promesa con la venida al mundo del Hijo de Dios, del Señor Jesús, la organización de un nuevo pueblo elegido y la presencia divina a lo largo de los dos milenios que la Iglesia lleva de camino en medio de los hombres.
Descubrir de manera sencilla y creyente las grandes maravillas que el Señor ha realizado en su pueblo y quedaron consignadas por escrito en la Biblia, es a lo que llamamos "Historia de la salvación."
Toda la Sagrada Escritura, en efecto, refleja una serie de hechos humanos y divinos que hacen del pueblo de Israel singular. Dios ha vivido en medio de sus elegidos. Ellos deben descubrir la actuación divina cuando permitió el castigo reparador y actuó en su defensa con “su brazo poderoso” (Éx. 15.6).
El creyente se hace capaz de conocer la "historia de la salvación", mediante la formación de su fe a la luz de los hechos bíblicos. Se prepara para detectar al Dios que actúa en la Historia. Distingue en los gestos bíblicos muchos valores humanos: justicia y misericordia, amor divino y libertad humana, planes celestes y promesas que siempre son cumplidas.
En este sentido toda la Biblia es historia de salvación. Relata hechos reales, pero se ve en ellos el misterio de la presencia divina. Los datos que en ella se recogen no son sólo humanos, sociales, militares, políticos, económicos, raciales, etc., sino que son hechos religiosos, providenciales, celestiales.
Los protagonistas de los hechos obran como hombres, pero Dios está detrás de ellos. Los hombres configuran una historia real. Pero Dios es el que hace una historia religiosa con su presencia, es decir una "Historia de salvación".
Educar la fe de los creyentes de todos los tiempos exige un contacto con esos hechos. Por eso la Historia de la salvación es, o tiene que ser, el eje vertebrador de toda formación cristiana. Es el elemento humano que hace posible desarrollar la dimensión divina.
Esta historia tiene como punto de partida la conciencia firme de que Dios, Ser Supremo, ha querido enlazarse con la vida colectiva y personal de los hombres. Ciertos hechos son nucleares: la Promesa a Abraham, la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto, los avisos de los profetas, el castigo de la cautividad en Babilonia. Ellos preparan la presencia del Enviado divino en un pueblo y en una tierra.
Pero la historia salvífica se prologa después del cumplimiento de la promesa, después de su venida. La promesa de Jesús de mantenerse presente entre sus seguidores hasta la consumación de los siglos implican una portentosa ayuda divina para formar la conciencia y para educar la fe. Por eso no hay catequesis sin profundo sentido de la Historia de la salvación. El catequista no debe hacer otra cosa que una labor de guía. Debe ir explicando y aclarando cada una de las etapas de esa hermosa historia. Tiene unos modelos magníficos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento.
En el Antiguo puede mirar el modelo de algunos Salmos: el 132, el 135 o el 106 y el 107. Y también puede encontrar en los libros Sapienciales relatos como en Sabiduría 10 o en textos como el gran poema del Eclesiástico (42.13 a 50.29)
Esa Historia se convierte para el cristiano en “lámpara para nuestros pasos” (Sal. 119. 105), en la esperanza de que nuestro caminar terreno culminará con la llegada el Reino de los cielos, donde Cristo Señor juzgará a vivos y muertos.
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La misma Iglesia vinculó siempre su liturgia a esa Historia de la salvación; y en la IV plegaria eucarística dice: "Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado.
Y, cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca.
Reiteraste, además, tu alianza a los hombres: por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.
Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo.
El cual se encarno por obra del Espíritu Santo, nació de María la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo.
Para cumplir tus designios él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
Y por que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo, como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo. (Plegaria IV) |
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